Según
reportaje de prensa (El Nacional 1-11-2016) en el texto de un acuerdo
entre la MUD y el Gobierno, en los puntos para el diálogo –me imagino, a
petición del oficialismo– se sustituyó la expresión “presos políticos”
por privados de la libertad.
Al respecto cabe aclarar que no se trata de un asunto formal y de meras expresiones, que se puedan cambiar unas por otras.
El problema es de fondo y de profunda significación. No es lo mismo
preso que privado de libertad y, en definitiva, la expresión privado de
libertad es errónea y equívoca, a pesar de que nuestras leyes hacen
referencia a la “medida judicial privativa de libertad”, o a “la
privación de libertad”, de la misma manera que se refieren a “medidas
sustitutivas”, que no lo son, ya que lo sustitutivo es la restricción
del movimiento y la regla es el procesamiento sin afectar la libertad,
dado que se presume la inocencia y la Constitución se pronuncia por la
imposición de penas no reclusorias.
Pero el quid del asunto está en que el Gobierno, a partir de la
“revolución penitenciaria”, ha decretado que ya no hay presos, sino
privados de libertad, nombre engañoso para hacer referencia a un
pretendido “preso nuevo” o “recluso nuevo”, que lo sería por el cambio
de nombre, al igual que los “niños de la patria”, en lugar de los niños
de la calle o los operativos de liberación del pueblo (OLP) en lugar de
las redadas de vagos y maleantes. En definitiva, es “el mismo musiú con
diferente cachimbo”.
Carece de todo sentido el cambio de nombre. A los presos debemos
llamarlos presos, lo que se corresponde con la etimología de la palabra,
del latín prehensus, participio del verbo prehendere (aprehender, atrapar, apresar).
En Venezuela, sin más, el preso se encuentra atrapado, enjaulado, y,
lamentablemente, cabe el expresivo y grotesco dicho de que “preso es
preso y su apellido es candado”.
En primer lugar, no se debe hablar de privado de libertad, porque a
un preso, por más que lo sea, no se le puede privar de la libertad,
sino, a lo más, como dice el viejo Código Penal Venezolano, refiriéndose
a la penas, solo se trata de penas restrictivas de ese bien o derecho.
Al preso no se le priva de la libertad; se le restringe en su libertad
de movimiento y, como ha dicho Leopoldo López, “preso, pero libre”. Pero
además, de lo que, efectivamente, se le priva a un preso, en Venezuela,
es de su dignidad, sometiéndolo a violencia física y coerción moral en
los antros penitenciarios o cárceles, que ostentan el pomposo título de
“internados judiciales”, “establecimientos penitenciarios” o como se les
quiera llamar.
Nuestros presos no están privados de libertad; están atrapados
literalmente en un laberinto oscuro con vericuetos del horror que
encuentra su sede en una prisión, en caricaturas procesales, sin
garantía alguna; la mayoría de ellos se encuentran en “prisión
provisional” que puede prolongarse por años, superando la incierta pena
que teóricamente les corresponde por un delito que no se sabe si lo
cometieron y, por supuesto, en los casos de disidentes o encarcelados de
conciencia, no lo cometieron, porque están allí por “razones
exclusivamente políticas”; en la cárcel se debe pagar el impuesto “de la
causa” como garantía de la vida y expiación preventiva de la “culpa”;
los infelices encarcelados están permanentemente “martillados” para
subsistir y ser trasladados al tribunal; sus madres, hermanas e hijas
deben pagar por su prisión y verse sometidas a la requisa impúdica que
puede ser atenuada en la humillación, a discreción de sus carceleros; y,
en definitiva, si son “presos comunes” solo saldrán cuando “San Juan
agache el dedo” o cuando el gobierno lo disponga, si son presos
políticos.
Entonces, es de suma importancia hablar de “presos” y no de “privados
de libertad”, expresión realista que también utilizó el Presidente
Chávez cuando se encontraba en Yare, no en las mismas condiciones de los
presos políticos actuales, ya que –como él lo declaró– “estábamos todos
en un pabellón con celdas que daban a un pasillo y nosotros mismos
manejábamos el candado” (en Conversaciones con Chávez, de Ignacio
Ramonet).
En síntesis, tenemos “presos”, en el ,sentido propio de la expresión,
atrapados en el infierno carcelario nacional y afectados en lo más
sagrado del respeto a la dignidad de la persona (art. 3 de la
Constitución); sometidos a verdaderos tratos inhumanos que nada tienen
que ver con un Estado de Derecho y de Justicia (art. 2º de la
Constitución); y el colmo de un país en el clímax del “surrealismo del
siglo XXI”, es la declaración de Venezuela en el Examen Periódico
Universal ante la ONU, en la cual, nuestra delegación señaló que “el
modelo en materia de derechos humanos persiste y es ejemplo para otros
países” (declaración del 1-11-2016) y, con la misma, se inauguró, con el
dinero de todos y ante nuestro infierno carcelario, una exposición
titulada “Venezuela, país garante de los Derechos Humanos”.
De manera terminante: mientras tengamos presos que su apellido es
candado y las cárceles sean la evidencia incontrastable de la violación
flagrante a los derechos humanos, no podemos hablar de Constitución ni
de Estado de Derecho y aunque “aprobemos” el examen de la ONU, los
antros carcelarios nos “raspan” ante la conciencia de todos los
venezolanos en juicio inapelable sujeto a revisión en una Venezuela con
la que soñamos en un futuro cercano.