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14 septiembre 2007

Globalización y sindicalismo: ¿la antesala de una revolución en el concepto de trabajo?

por Alfredo Néstor Atanasof. Presidente de Unión Latinoamericana de Trabajadores Municipales (ULAT-MUN) Secretario General de Confederación de Obreros y Empleados Municipales Argentina (COEMA) Diputado Nacional por el Partido Justicialista. Vicepresidente de la Comisión de Legislación del Trabajo de la Cámara de Diputados. Ex Ministro de Trabajo de la República Argentina.

La globalización incluye lo que se ha llamado “crecimiento sin empleo”, que se explica por a) la aplicación de las nuevas tecnologías a los procesos de producción y gestión de las empresas y b) por la adecuación competitiva de las empresas a los mercados “globalizados”. Se trata de un fenómeno mundial, con epicentro en los países desarrollados, con prolongaciones en los países del Sur. Por lo tanto, el concepto de “crecimiento sin empleo” sólo puede ser comprendido como componente de la lógica de la economía.
Desde inicios de la década del setenta comenzaban a ser visibles dos nuevas realidades en la economía y en las empresas, a saber: la aplicación combinada en las fábricas y oficinas de la robótica, la automatización y la introducción de la informática a los procesos y productos estaban señalando el inicio del fin del fordismo y el nacimiento de formas de trabajo en las que el capital constante se autonomiza relativamente del capital variable. O sea, el “trabajo muerto” (máquinas, instalaciones, etc.) se desarrolla ahora a expensas del “trabajo vivo”, esto es, la fuerza de trabajo. El aumento de la productividad del trabajo descansaría en la aplicación masiva de las nuevas tecnologías, a expensas del número de trabajadores ocupados en las empresas. Al mismo tiempo se imponían los sistemas de producción y gestión japoneses (toyotismo, just-in-time, etc.) que valorizaban a) el involucramiento de la fuerza de trabajo en los procesos de producción a través de nuevas formas de organización y participación (por ej., círculos de calidad) y b) nuevas modalidades de remuneración (plus salarial por conocimientos profesionales, plus por aportes a la innovación, etc.) en detrimento de otras formas de remuneración tradicionales (bonificaciones por antigüedad y presentismo). También se da inicio a nuevas regulaciones del tiempo de trabajo como la anualización de la jornada y la ampliación de la jornada semanal de trabajo a empresas de servicios (supermercados, shopping-centers, etc.). Dado que estos cambios en la organización del trabajo sólo serían posibles a través de nuevas formas de disciplinamiento de los trabajadores. El objetivo es recuperar la autoridad empresarial para montar empresas “ágiles”, capaces de adaptarse a los cambios en los mercados, reduciendo costos y riesgos. Nace así la llamada “empresa de variedad”, en oposición a la rigidez de la empresa fordista de producción estandarizada. Se da inicio así al “desempleo tecnológico”.
La transformación de las empresas coincide en Europa con el fin de los “treinta años gloriosos” iniciados con la reconstrucción económica a partir de 1945: en los años '70 el estancamiento de las economías de los países industriales es persistente y las fórmulas keynesianas de recuperación a través de la expansión de la demanda efectiva ya no resultan eficientes. Así, tanto la aplicación de una parte sustancial del excedente económico utilizado para financiar el gasto social como también ciertos derechos laborales (salario mínimo, salario vital y móvil, indemnizaciones por despidos, etc.) son considerados como costos salariales que bloquean la acumulación y la inversión tecnológica, esto es, la transformación de las empresas. Así, toda la estructura del Welfare State de inspiración keynesiana y socialdemócrata comienza a ser criticada desde las usinas ideológicas del neoliberalismo. Ahora ya no son imprescindibles los grandes pactos laborales tripartitos y bipartitos, necesarios en la postguerra para dotar a los regímenes económicos de la base social necesaria y la paz laboral. Así, se despliega en Europa Occidental, bajo inspiración ideológica de la derecha política y empresarial, una gigantesca operación mediática acusando a la socialdemocracia y los sindicatos de frenar el progreso económico y social por defender las llamadas “rigideces” en el mercado de trabajo.
El neoliberalismo da carta de ciudadanía a la llamada “flexibilidad laboral”. Este concepto ambivalente expresa tanto la necesidad objetiva de producir cambios en el contenido, organización y reglamentación del trabajo asalariado como la finalidad empresaria de aumentar su poder y debilitar a los sindicatos a través de la desrregulación del mercado de trabajo introduciendo formas de precariedad laboral . Se generaliza así la idea simplista que sólo la “flexibilidad laboral” puede resolver el desempleo al abaratar los costos salariales. La fórmula es exportada a los países del Sur, donde lo que predomina en el mercado de trabajo es la informalidad y las restricciones a las negociaciones colectivas, que nada tienen que ver con el bloqueo a las inversiones en las empresas, sino que, por el contrario, son más bien manifestaciones de capitalismos atrasados.
En los años setenta, los sindicatos europeos, norteamericanos y de otros países de industrialización intermedia (Argentina, Brasil, Nueva Zelanda, Canadá, etc.) reaccionan inicialmente frente a la ofensiva ideológica neoliberal con la defensa irrestricta de los valores del viejo Welfare State y los pactos de negociación laboral. Se trata de una reacción defensiva. La “revolución conservadora” con epicentro en EE.UU. (“reaganismo”) y Gran Bretaña (“thatcherismo”) está en condiciones, especialmente por su fuerza ideológica, de penetrar en segmentos de trabajadores asalariados que comienzan a aceptar la primacía de los valores del individualismo y la competencia, en detrimento de los valores de solidaridad de clase. La dispersión estructural que el desempleo genera, combinada con la disminución del empleo industrial, erosionan la vieja cultura obrera, basada en tradiciones socialistas, comunistas y sindicalistas, y dan origen a una nueva “cultura del trabajo”, basada ahora en aceptar la inestabilidad y movilidad en el empleo como un “valor positivo”, como una forma de liberarse de las cadenas del trabajo monótono de por vida. Esta nueva cultura del trabajo se extiende principalmente entre los jóvenes como valores “libertarios”, en tanto las rápidas mutaciones en el mercado de trabajo y los mayores niveles de capacitación permitan a los jóvenes sobrevivir con empleos eventuales.

Sin embargo, desde fines de los años ochenta comienza un replanteo teórico en el interior de los partidos y movimientos sindicales, principalmente en Europa Occidental, pero también en EE.UU. y en países del Sur. El replanteo teórico abarca varios asuntos, interdependientes pero específicos y particulares, a saber:

a) se acepta que los cambios e innovaciones en las empresas contienen aspectos revolucionarios, y que es necesario operar sobre ellos para contar con una plataforma sindical apta para reinstalar la centralidad de la fuerza de trabajo asalariada; comienza así una profunda revisión de las prácticas sindicales;

b) se percibe que, bajo las variadas formas de limitación del trabajo asalariado como la reducción de plantillas, el desempleo y el desplazamiento de trabajadores hacia la búsqueda de trabajos eventuales, se está viviendo el inicio del fin de la forma de trabajar, basada en el “empleo de por vida”, inherente al capitalismo industrial;

c) se percibe que se está agotando un tipo de sindicalismo que basaba su representación sólo en la fábrica y en grandes sindicatos de rama. Ahora, al tiempo que se renuevan las prácticas sindicales específicas al trabajo asalariado en las empresas, es necesario abordar desde una perspectiva “socio-política” las variadas demandas que se originan en mercados laborales fragmentados, y a los intentos de legitimar nuevas formas de trabajar, asociadas a la potencialidad de nuevos movimientos sociales como el ecologismo y el feminismo, y otras. Así, un torbellino de nuevas ideas se hace presente en el mundo de los sindicatos para fundamentar un sindicalismo “socio-político”.
La validez de paradigmas laborales, sociales y políticos para una nueva teoría del progreso descansa en el atributo de universalidad, que es la condición necesaria para una confrontación política creíble y viable frente a la universalidad del neoliberalismo y la revolución conservadora. La efectividad de esos paradigmas reside, en última instancia, en si dan cuenta y plantean respuestas para resolver las contradicciones que se generan en un mundo del trabajo globalizado. Por eso, los debates sobre el trabajo en el interior de la izquierda y los sindicatos progresistas se desarrollan en el escenario de la mundialización y la regionalización: estos debates se centran en el concepto y efectos de la llamada net-economy o “nueva economía” sobre el sistema-mundo.

La hegemonía cultural neoliberal y las dificultades del progresismo para elaborar sus propios paradigmas de cara a la “nueva economía” han generado cierta influencia neoliberal sobre ese progresismo. Para aclarar lo anterior, es necesario seleccionar algunos temas sustanciales, tratando de “descubrir” que líneas de fuerza se perfilan en cada uno de ellos, a saber: a) mercado de trabajo, estabilidad y jornada laboral , b) reforma del Estado y concepto de ciudadanía social , y c) procesos de integración, planeamiento y construcción de sistemas político-institucionales supranacionales .
Pero ¿qué es la nueva economía? Una empresa que comercializa a nivel mundial sus productos por Internet, hombres que negocian en la bolsa a través del teléfono celular, empresas multinacionales en red con sus filiales. La información es la materia prima de la nueva economía. La electrónica y la industria de los semiconductores, y no la electricidad, es la energía. El medio de transporte es Internet. El concepto de nueva economía, en síntesis, es el concepto que explicita el “cambio en el mundo” generado por los mercados globales y la revolución informática.
La nueva economía se presenta como el paradigma del crecimiento sostenido del encadenamiento virtuoso de la productividad constante, la baja inflación y el bajo desempleo. Desde hace una década la “nueva economía” reina en los EE.UU. y se apresta ahora para conquistar al resto de los países del G-7. La “nueva economía” articula la informática, la mundialización y la flexibilidad en el contexto de la tercera revolución tecnológica. Los mercados —a través de sistemas en red— se expandirán sometiendo a las empresas a transformarse continuamente, lo que a su vez potencia los mercados de capitales.
La nueva economía ha reestructurado el capitalismo en veinte años, produciendo la expansión del comercio electrónico, la automatización de los órdenes de producción, el uso masivo de subcontratistas y la reestructuración flexible de los mercados de trabajo. La “nueva economía” adelanta la llegada de un sistema económico individualizado y descentralizado, en el que todas las personas podrían ser accionistas que trasladan “ on line ” sus dineros de una empresa a otra. Las comunicaciones se transforman así en nuevas mercancías, adueñándose de todas las formas de relación monetaria. En síntesis, se trataría de una economía postindustrial impulsada por la información. La nueva economía modifica sustancialmente la economía real, al potenciar la valorización de la Bolsa, el comercio electrónico y la desaparición al mismo tiempo de miles de empresas.
El amplio tema del mercado del trabajo, estabilidad y jornada de trabajo muestra facetas teóricas difícilmente pensables en los inicios del debate en los años setenta: efectivamente, tanto la aceptación de cambios en las normas que regulan la estabilidad laboral a favor de contratos a tiempo determinado y contratos a tiempo parcial, lo mismo que la consigna de reducción de la jornada de trabajo a 35 horas semanales, fueron inicialmente respuestas sindicales para enfrentar el desempleo. Sin embargo, en el proceso de implementación de esas propuestas se observa que los resultados son diferentes a los buscados, dado que cada vez menos se refieren a la lucha contra el desempleo, sino a otras transformaciones del trabajo en general. Veamos algunos temas por separado.
La sustitución de la figura del “empleo estable por tiempo indeterminado”, inherente a los “treinta años gloriosos” del keynesianismo y del Welfare State en Europa (1945-1975), por contratos a tiempo determinado con menores cargas indemnizatorios para facilitar las inversiones en las empresas, está dando lugar a espacios sociolaborales articulados sobre otros aspectos de la estabilidad en el trabajo que deben ser incluidos en la negociación colectiva, como son la información y consulta empresaria a los sindicatos antes de proceder al despido. Así, la estabilidad en el empleo se asocia con la participación de los trabajadores en la gestión empresaria.
La gestión de la mano de obra en las nuevas fábricas con el método de “ just in time ” se articula sobre la base de “operadores”. Este nombre, conocido desde hace una década en la industria automotriz y otros sectores nuevos industriales, disuelve la distinción entre trabajadores calificados y no calificados Se crea así una categoría homogénea e indiferenciada de asalariados. El término es rechazado entre las viejas categorías socioprofesionales por descalificante. Pero es aceptado por los jóvenes, que identifican la categoría descalificadora “obrero” con mano de obra, mientras que “operador” se identifica con el trabajo electrónico. Así, se concreta la derrota simbólica de la vieja clase obrera, porque ser obrero es sinónimo de identificación con las antiguas culturas socialistas.
Los operadores —que son jóvenes de entre 20 y 30 años— son reclutados para trabajos de corta duración, renovados según su disponibilidad y lealtad con la empresa. No ejercen un oficio, sino trabajos puntuales ligados a proyectos (por ejemplo, fabricar tantas piezas de un auto). Son asalariados temporales, contratados independientemente del diploma, y cobran salarios mínimos. La promesa empresaria es que pueden llegar a ser trabajadores permanentes con salarios individualizados. Los jóvenes asalariados reconocen que se trata de “empleos basura”, pero la carencia de cultura obrera los hace dóciles.
La mayoría de los jóvenes obreros “operadores” trabajan en empresas pequeñas y medianas, lo que favorece que no sean sindicalizados, a diferencia de los trabajadores de grandes empresas, donde es común que exista representación sindical. La externalización de procesos y productos por parte de las grandes empresas acentúa el aumento de los operadores. En este modelo de división del trabajo que disgrega a la clase obrera se logra que los contratos de rama no incluyan a los jóvenes asalariados precarios. Desaparecen así las antiguas protecciones sociales (estabilidad laboral), políticas (la existencia de fuertes sindicatos) y simbólicos (la pérdida de identidad de clase). De allí que los sindicatos califiquen a estos cambios en la estructura del trabajo como un regreso al siglo XIX, porque no se trata sólo de restablecer el autoritarismo empresarial, sino la vía para que parte de esos trabajadores “operadores” se transformen en el futuro en excluidos. Los jóvenes operadores viven en lo provisorio y no piensan en seguir en la fábrica, lo que bloquea la construcción de colectivos de trabajo, esto es, una cultura del trabajo y de resistencia.
El neoliberalismo ofrece a los trabajadores ser parte de la modernidad. Esta propuesta ya se inicia en la escuela, que educa a los jóvenes en los valores del esfuerzo y la capacitación individual. Los hijos de familias de obreros educados en la “polivalencia ocupacional” cuestionan a sus padres por haber gastado sus vidas en la rutina del trabajo estable y su adhesión a los sindicatos. En el caso de familias de trabajadores inmigrantes, esa ruptura incluye también en muchos casos el rechazo a las culturas y lenguas originarias, causante según esos jóvenes operadores de consolidar la marginalidad dentro de la unidad nacional-estatal.

El trabajo a tiempo parcial se ha transformado en muchos países en la herramienta para incorporar masivamente a la mujer al empleo asalariado, dando lugar a la lucha por derechos laborales específicos al doble trabajo femenino (fábrica + hogar). En algunos países, como Holanda, el trabajo a tiempo parcial para los trabajadores en general se está transformando en una respuesta interesante para hacer corresponder los aumentos de la productividad del trabajo con la disminución de la jornada laboral. Por último, el objetivo de reducir la jornada de trabajo, que incluye en la mayoría de los casos una disminución salarial, se está convirtiendo en varios países europeos en un interesante proceso de cambio en la “cultura de empresa” en la que empresarios y trabajadores discuten como preservar los estándares de productividad y competitividad con jornadas de trabajo más reducidas. Como es sabido, la disminución de la jornada de trabajo no puede crear empleo masivo , pero sí ser una respuesta correcta a los nuevos estándares organizativos de los procesos productivos y de organización del trabajo que se corresponden con el impacto de la tercera revolución tecnológica sobre las empresas . Así, la antigua tesis de que las innovaciones tecnológicas objetivamente crean las condiciones para que el capital muerto vaya liberando de sus cadenas al capital vivo a través del acortamiento de la jornada laboral, se abre camino a través de formas originales: la legislación laboral, los acuerdos marcos, o la negociación colectiva, o un mix entre esas instituciones laborales.
Resulta cada vez más evidente que el agotamiento de los antiguos yacimientos de trabajo fordistas está planteando que en el futuro, junto al empleo asalariado, se requiere el desarrollo de nuevas formas de trabajar que, hasta la actualidad, eran algunas inexistentes (por ejemplo el teletrabajo contractual) u otras subordinadas a la lógica del proceso de acumulación y realización del capital (por ejemplo, el cooperativismo, los microemprendimientos, las cooperativas de trabajo, etc.). Detengámonos un poco sobre el tema de las nuevas formas de trabajar porque están generando importantes mutaciones en las sociedades de los países industrializados, en particular los europeos, desarrollando el asociacionismo y redes laborales de cooperación interprofesional. Los movimientos por nuevas formas de trabajar se expanden como parte de nuevas formas de vivir en las que ciudades de escala intermedia o áreas rurales se interconectan a través de redes y cadenas productivas de comercialización, información, etc. Es posible que estas nuevas realidades productivas aceleran la pérdida de importancia de las “ciudades fábricas” propias de la sociedad industrial.
La llamada “urbanización sustentable” se expresa también en la estructura del trabajo porque ahora se la asocia con la pequeña empresa, el teletrabajo, la prestación de servicios ecológicos, de apoyo y participación de la ciudadanía a la gestión educativa, de creación de redes de atención a los ancianos, de fomento de la vida urbana asociativa y de superación del individualismo, etc. Las nuevas tecnologías informáticas, están potenciando estas nuevas formas de trabajar asociadas o individuales que se desarrollan no sólo en función de necesidad locales, sino en la escala de mercados supranacionales a través de diversas especializaciones. Se expanden en los países industrializados las redes de empresas pequeñas y medianas asociadas, como en la Emilia Romagna italiana. Pero también pueden encontrarse estas redes en países periféricos, por ejemplo, en Argentina, en ciudades de la pampa húmeda que, especializándose en actividades agroindustriales vinculadas a demandas del Mercosur, desarrollan así redes de microempresas y cooperativas asociadas a a) la dinámica de la exportación, y b) al desarrollo de redes de comercialización con otros centros urbanos de Argentina .
Las nuevas formas de trabajar en ciudades pequeñas e intermedias generan relaciones sociales de cooperación que pueden ser “filtros culturales” de resistencia frente al vertiginoso proceso de estandarización según los anti-valores individualistas y del darwinismo social. Así, la “aldea mundial”, estructurada también desde las pequeñas y medianas ciudades, puede ser asociada como una defensa del espacio público frente a la cultura de la privatización de la sociedad civil y el predominio de la “sociedad de mercado”. Estas nuevas formas de trabajar son antagónicas con los siniestros designios de crear enormes ghettos urbanos de las poblaciones excluidas del Tercer Mundo que sobreviven asistidos por el Estado y el “voluntariado” (que es, por ejemplo, la propuesta de Rifkin como “solución” al desempleo y la exclusión social). Por el contrario, la globalización podría estar creando las condiciones objetivas para una nueva “revolución en el trabajo” que dé lugar a una nueva redistribución del excedente económico según modelos productivos en los que el desarrollo sustentable se basa en la combinación y articulación de variadas formas de trabajar y por lo tanto de retribución . Así, la vieja “sociedad salarial” puede ser sustituida por una sociedad con variadas formas de remuneración al trabajo, restableciendo sobre bases superiores la ambigua coexistencia del salario con diversas formas de “salario social”. Las metas de pleno empleo y trabajo para todos forman parte de un todo único. De este modo, la autodefensa de las sociedades frente al neoliberalismo puede estimular demandas a la teoría económica para diseñar un nuevo “cálculo económico” que dé cuenta de las modalidades de ingresos que se corresponderán con el mundo del trabajo asociativo que está por nacer. La empresa industrial y de servicios , como unidad productiva, seguirá siendo el eje de la producción de bienes y servicios, porque el capital concentrado lleva la delantera en productividad en referencia a otras formas de organización y productividad del trabajo. Pero la empresa moderna ya no genera empleo masivo. Se requiere , por lo tanto, de la articulación en grandes sistemas económicos de diferentes tipos de empresas y actividades . Ahora bien, el grado de avance hacia una “nueva civilización del trabajo” en los países industrializados dependerá también de un aumento constante en la tasa de crecimiento de esos países y por lo tanto del excedente económico disponible necesario para financiar inversiones e ingresos sociales. Pero ello difícilmente será logrado si persisten las diferencias tecnológicas entre países ricos y países pobres, porque el volumen del excedente económico en los países desarrollados dependerá en última instancia de un aumento en la demanda efectiva a nivel mundial. Esto requiere, como hemos adelantado, cambios en los sistemas económico-sociales de los países del Sur, que permitan el desarrollo integrado basado en la reindustrialización y diversificación de las estructuras productivas, y en una redistribución radical del ingreso a favor de los trabajadores.
Ahora bien, ¿cómo se compatibiliza, por ejemplo, el derecho universal al trabajo con el resurgimiento de la vieja aspiración del liberalismo económico a considerarlo como un “factor de la producción” o “capital humano”, excluyendo su participación en la gestión de las empresas, más aún cuando la revolución tecnológica está transformando los contenidos del trabajo, que ahora incluyen mayor participación innovativa de los asalariados en los procesos? O ¿cómo se resuelve el hecho de que los yacimientos de trabajo estable tradicionales, generados por el fordismo, se hayan agotado y el desempleo o el empleo precario avance en los países industrializados? Es necesario recordar que el “pleno empleo” y el Welfare State eran valores inherentes a las sociedades industrializadas hasta hace pocos años, y que los sindicatos, que hace cien años eran casi inexistentes, hoy se han desarrollado con distinta influencia en los países del Norte y del Sur, y que hoy son componentes fundamentales no sólo como generadores de derechos sociales y culturales sino como componentes de los sistemas económico-sociales. Por eso, el pleno empleo y el Welfare State no son realidades que abandonaran sus espacios en la historia sin resistir .
Es cierto que los sindicatos deberán acelerar el actual proceso de cambios en sus plataformas, estructuras y metas de acción, para recuperar su centralidad política en el mundo del trabajo . Esta necesidad es común a los sindicatos de los países industrializados como a los de países subdesarrollados y dependientes, por eso incluye componentes programáticos comunes, dentro de la diversidad de tipos de sindicalismo. Se puede afirmar —esquemáticamente— que esos componentes programáticos comunes se concentran en tres grandes áreas, a saber:

a) en relación a las empresas, los sindicatos tienen que liderar los procesos de transformaciones tecnológicas y el impacto sobre la organización del trabajo, dando cuenta de hechos nuevos como la formación de las empresas de “variedad” y just-in-time, el trabajo en equipos, los sistemas de remuneración por capacitación y participación en las innovaciones tecnológicas, etc. Dicho de otra manera: los sindicatos necesitan liderar la revolución tecnológica desde las empresas, para conservar su capacidad de negociación con los empresarios ahora con énfasis en la demanda de democratizar la gestión en las empresas ;

b) en relación a los cambios en el trabajo que están potenciando otras formas de trabajar no asalariadas e independientes, los sindicatos necesitan acentuar su actual orientación socio-política, esto es, su capacidad de a) representar diferentes categorías de trabajadores asalariados, y b) asociarse con las iniciativas que se generan en las sociedades para desarrollar las nuevas formas de trabajar no asalariadas que hemos comentado;

c) la fuerza del sindicato se basa en su representatividad en las empresas y en las ramas y sectores económicos. Por la globalización y la mundialización y formación de unidades regionales, se fortalece la importancia de las confederaciones sindicales mundiales o regionales para negociar con las organizaciones interestatales y empresarias internacionales con las empresas multinacionales.

Un aporte importante para que la globalización incluya la igualdad, la no discriminación y la erradicación de la pobreza ha sido sintetizada por la Confederación Internacional de Organizaciones Sindicales Libres, CIOSL, en el reciente documento tratado en su XVII Congreso Mundial, “Convertir la visión en una realidad: prioridades de la CIOSL en el siglo XXI”. Estas prioridades serían:

a) Lograr un mundo democrático, en el cual los gobiernos desde el nivel local hasta el nacional sean responsables y den cuenta de sus actos frente a los ciudadanos. En este contexto, el respeto a los derechos básicos de los trabajadores es un componente esencial de la democracia y una herramienta fundamental para que la democracia sea económica, política y social.

b) Lograr que las mujeres logren la plena igualdad, dentro de lo que es necesario destacar los derechos de la mujer trabajadora: sin duda que el siglo que se inicia se caracteriza por el incremento de la participación política, cultural, social y laboral de la mujer, y que este proceso aumentará su participación en gobiernos, partidos políticos y organizaciones sociolaborales, entre ellas los sindicatos.

c) En los años venideros es previsible un gran debate mundial sobre nuevos contenidos en la relación entre empleo y trabajo. En efecto, la economía neoliberal puede estimular una revolución productiva, pero no generar empleo. La fábrica taylorista desaparece. Por eso ahora es necesario para generar empleo pensar en la combinación entre empresas de alta tecnología y redes asociativas de pequeñas empresas que generen empleos, y al mismo tiempo amplíen la base productiva de las economías nacionales integradas en la mundialización. Como resultado de los cambios en el mundo, es también necesario “globalizar y articular el empleo y las nuevas formas de trabajo”. Se trata de un “desafío civilizatorio” en el que deben participar activamente los sindicatos.

d) Los sindicatos aspiran a que esos cambios en la estructura y organización del trabajo sean parte de un mundo que garantice la sustentación del medio ambiente para las generaciones futuras.

e) Y por último, el viraje hacia un mundo solidario implica que la globalización requiere de una presencia destacada de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) en el sistema de relaciones internacionales y sus instituciones. En este punto se localiza la cuestión de la llamada “cláusula social”, término vigente y que se define por la aplicación de convenios básicos de la OIT al comercio, las inversiones y la política a nivel mundial.
En el mencionada documento de CIOSL se dice que para cambiar el mundo “debemos cambiar nosotros”. Esto atañe a lo que se ha denominado “sindicalismo socio-político”, es decir, un sindicalismo que se apoya en sus tradiciones, pero que se plantea ahora representar a diversas categorías de trabajadores asalariados o microempresarios, especialmente los que desarrollan sus actividades en el enorme y variado sector informal de la economía.
En la última década se han yuxtapuesto dos fenómenos laborales de distinta naturaleza, pero que se plantean erróneamente como idénticos, a saber: a) el creciente fenómeno de expansión y cristalización del llamado sector informal en los países del Sur (y también en áreas subdesarrolladas de algunos países industrializados), y b) el agotamiento de los tradicionales yacimientos de trabajo asalariado generados por el impresionante desarrollo industrial y de servicios a partir de la Segunda Guerra Mundial, que a nivel de la organización del trabajo se conoce como “fordismo” y a nivel social como “sociedad industrial”. Se trata de dos fenómenos diferentes, aunque suelen encontrarse en una intersección común: el desempleo y la precarización del trabajo. En el caso de los países de América Latina, los cambios mundiales en la organización del trabajo se expresan a través de una también particular combinación entre procesos de modernización segmentaria de las empresas que incorporan nuevos procesos y productos, con la crisis económica que impide un desarrollo económico sostenido y que incluye el dramático hecho de que el trabajo, y como parte de él el empleo, sólo aumentan en el sector informal de la economía.
Desde hace más de una década diversos movimientos sindicales plantean la necesidad de incorporar formalmente al nivel de convenios colectivos de trabajo la problemática del sector informal. Se trata de voces que, afirman con razón, que el mundo de las empresas informales ocupa un lugar cada vez mayor en la generación de empleos, aunque de baja calidad, mientras que las empresas del sector formal ya no crean empleo masivo. Esas voces aducen que es necesario atender la nueva realidad del trabajo y el empleo en el variado escenario que agrupa a pequeñas empresas, empresas familiares, cooperativas de trabajo, y otras formas de asociacionismo en las que la informalidad es la forma predominante de existencia de las empresas y las relaciones laborales. Una parte de las empresas informales contrata personal asalariado.
Ahora bien, una visión correcta del mundo sociolaboral informal requiere un enfoque multifacético, porque para que el sector informal evolucione hacia formas de trabajo reguladas se requieren políticas de apoyo a inversiones productivas, políticas de financiamiento a las empresas, políticas de difusión de las innovaciones productivas, políticas de fomento del cooperativismo y asociacionismo, políticas de capacitación en las distintas categorías de trabajadores involucrados en el sector informal, etc. Por lo tanto el sector informal abarca cuestiones no sólo de la OIT, sino de las instituciones del sistema internacional en su conjunto , en particular la ONU, el Banco Mundial, el BID, etc. De allí que, por ejemplo, en la región latinoamericana la ORIT-CIOSL (filial de la CIOSL) haya caracterizado su política hacia el sector informal como “estrategia de objetivos múltiples”.
En esta estrategia de objetivos múltiples, las organizaciones sindicales se apoyan en los trabajadores asalariados. Pero no se agota en esta acción sindical, porque los sindicatos plantean simultáneamente la necesidad de políticas públicas para fomentar las innovaciones y la productividad en las diferentes empresas del sector informal. Por eso también la ORIT-CIOSL plantea la necesidad de que los sindicatos eleven propuestas para el sector informal a los gobiernos, y simultáneamente establezcan acuerdos programáticos sobre el tema con las organizaciones empresarias y las ONG's especializadas.
Los sindicatos sólo se interesarán realmente en esta tarea si están seguros de que bajo la demanda de organizar el sector informal no se esconde el objetivo neoliberal de “vaciar” a los sistemas jurídico-laborales de su capacidad de regular las relaciones jurídico-laborales entre empresarios y trabajadores. Desde hace varias décadas, desde el campo neoliberal se ha planteado que el sector informal de la economía es un factor dinámico del crecimiento económico, mientras que los sindicatos serían un elemento retardatario para el progreso de las empresas. Este argumento neoliberal es falso. Porque se trata de empleos de baja calidad, inaceptables para promover la modernización integrada y la cohesión social. Si en cambio, los sindicatos observan que existe una clara disposición de gobiernos y empresarios en el de implementar políticas laborales en el sector informal que sean parte de una modernización integral, y que también están interesados en promover el cooperativismo y el asociacionismo en todas sus formas, fenómenos en los cuales el movimiento sindical se ha involucrado desde fines de del siglo pasado en Europa y en muchos países insuficientemente industrializados, entonces será posible iniciar un gran debate a favor de normas y políticas laborales progresistas para el sector informal.


tomado de: http://www.losrecursoshumanos.com