La periodista Jineth Bedoya quien fue secuestrada y violada por
alias El Panadero y dos paramilitares más, llega a La Habana con su
desgarrador testimonio sobre la violencia sexual contra las mujeres en
la guerra. Esto fue lo que le ocurrió.
Jineth
Bedoya ha recorrido el mundo denunciando la violencia sexual contra las
mujeres, una de las más dolorosas e irreparables pero silenciada en el
conflicto colombiano. La periodista escribió este testimonio para la
revista SoHo sobre el drama que significa para una mujer ser violada.
Ella fue secuestrada y violada por tres paramilitares: alias El
Panadero, quien sembró el terror en Barrancabermeja, alias JJ y alias
Huevo de pizca, el cuñado de Carlos Castaño. “En contra del pronóstico
de los psicólogos, hoy no quiero volver a hacer esa etapa del duelo”,
dijo en ese momento. Aunque la desgarra revivir aquel momento de horror
aceptó viajar a La Habana el último grupo de víctimas. Esto fue lo que
narró de su puño y letra:
“En medio de esa búsqueda me encontraba
con dramas terribles de mujeres desplazadas, compañeras sentimentales de
paramilitares y guerrilleros, o simples visitantes del penal que eran
abusadas sexualmente. El tema, para mí, era simplemente un delito más
que se cometía dentro del conflicto armado o producto de la
descomposición del país y tengo que confesar que ni siquiera me detenía a
examinarlo, porque a pesar de que lo registraba superficialmente en los
artículos, estaba muy lejano de mi cotidianidad.
Pero mis ‘hazañas’ periodísticas me
cobraron el haber tocado a quien no debía. Esa mañana de mayo llegué a
la puerta de la cárcel La Modelo de Bogotá en busca de una entrevista
con un paramilitar y terminé drogada, amordazada y en la parte trasera
de una camioneta rumbo al infierno.
Al principio no entendía nada de lo que
ocurría. Pensaba que por orden de Carlos Castaño, jefe de las Auc, me
iban a preguntar por qué estaba publicando tantas notas en su contra, o
por qué había dejado al descubierto la red de tráfico de armas que
tenían en complicidad con algunas personas de la Policía dentro del
penal.
Especulaba, en un torbellino de
pensamientos e ideas sobre lo que ocurría, mientras me ahogaba en mi
propio vómito: estaba mareada y cuando supliqué que me dejaran vomitar,
me pusieron una cinta adhesiva en la boca. Luego, cuando intenté
quitarme la venda que tenía en los ojos, la respuesta fue una patada en
la cara.
Hasta ese momento creí que se trataba
solo de una golpiza como advertencia y que pronto se acabaría y podría
respirar. Pero la camioneta se detuvo en un campo abierto donde había
muchos hombres, pasaron algunos minutos y de nuevo el sujeto que me
había apuntado con una pistola en la puerta de la cárcel, el que me
había dado un punta pie en el rostro y me había arrancado mechones de
cabello mientras me zarandeaba la cabeza, había vuelto. Por enésima vez
puso su pistola sobre mi sien, la cargó y luego de golpearme me obligó a
abrir los ojos lo más grande que pudiera: “míreme bien la cara
hijueputa; míremela porque no se le va a olvidar nunca”. Esa fue su
sentencia y luego vino la ejecución.
Sentí un frío helado por todo el cuerpo y
el miedo se me sembró en el pecho. Intenté de todas las maneras
posibles evitar que me quitara el pantalón y la ropa interior. Traté de
reunir todas las fuerzas posibles para que no me tocara ni se acercara a
mi cuerpo, pero sus otros compinches llegaron para acabarme de hundir
en la humillación. Tenía apenas 26 años y la vida deshecha por tres mal
nacidos.
Casi me parten el brazo izquierdo y me
dejaron un colorido tono morado desde la punta de los dedos hasta la
clavícula. Algunas horas después de la tortura, los golpes y el ultraje
me dejaron abandonada en una carretera, en la vía a Puerto López (Meta);
solo tenía ganas de morirme. Después de recibir el auxilio de un
taxista y ser trasladada a una clínica volví a la realidad, a la
desgraciada realidad que me esperaba y mientras me practicaban el examen
de Medicina Legal, que viene siendo una segunda violación (en este caso
una cuarta), me cuestionaba si la culpa había sido mía.
Desafortunadamente así pensamos en un primer momento las mujeres
violadas. ¿Me puse la blusa que no era? ¿Fue por la falda? ¿Mi ropa
dejaba ver más de lo debido? Me tomó muchos meses saber que no era
ninguna de esas preguntas. Me tomó mucho tiempo para dejar de sentirme
sucia y muchos años para permitir que un hombre me volviera a tocar.
Una violación no es un puño o un golpe, es un delito que nos destroza la
vida.
El domingo pasado me prometí que este 25
de mayo trataría de alguna manera de cerrar ese ciclo del que hablan los
psicólogos. Son muchos vacíos y muchas lágrimas que necesito amarrar
para tener la fuerza de ayudar a otras mujeres.
Reescribir la propia historia, cuando
ésta es tan dolorosa, es a veces como un suicidio. Los psicólogos
sustentan que es un proceso de duelo y que sirve para cerrar los
capítulos nefastos. A las víctimas nos lo repiten una y otra vez, y creo
que serviría y sería útil para seguir adelante, si dicho proceso
estuviera acompañado de justicia.
Mis últimos once años han sido mezcla de
obstinación, dolor, rabia, amor infinito por mi trabajo y desesperanza.
Paciencia para ver cómo mi caso se ha quedado enredado en las telarañas
del olvido y voluntad para levantarme todos los días con el ánimo de no
desfallecer y seguir trabajando, de seguir viviendo. Ese día perdí,
quizá, la libertad más preciada: la de soñar”.
Jineth Bedoya aceptó formar parte del grupo de víctimas para que el
abuso y el ultraje que han vivido las mujeres, desde todos los bandos,
en el conflicto colombiano no quedé en silencio y mucho menos en el
olvido.