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01 marzo 2013

Crónica N24: el camino que llevó al piso 7 del Hospital Militar

Publicado el 28 de feb de 2013 10:08 pm
  
Foto: AFP
(Caracas, 28 de febrero – Noticias24).- Durante la mañana el movimiento fue leve. Un poco después de las 12 del mediodía, la gente comenzó a hacer una fila para entrar a la cafetería. Una cola de personas obstaculizaba el paso. ¿La razón?, un nuevo cordón de seguridad. Así, formalmente, comenzó el camino hasta el piso 7 en el Hospital Doctor Carlos Arvelo, donde desde hace dos semanas está el presidente Chávez.
“¿Cuánto hasta el Hospital Militar?”, preguntamos al taxi. La tarifa, 90 bolívares, era la media que pedían desde el este de la ciudad. “¿Al Hospital Militar como tal?”, dijo el taxista y al escuchar la respuesta, a regañadientes, empezó el camino.
Algo de tráfico iniciaba la conversación. El señor vestía una camisa azul y sus canas denotaban la avanzada edad: “No vas a poder entrar”, comentó. “La última vez que lo hice, cuando salimos, me revisaron hasta la cédula”.
Mientras avanzaba, entre las cornetas y el sol, el señor Roberto explicaba cómo los militares revisaron su vehículo cuando se disponía a salir del Hospital la semana pasada. En aquella oportunidad, dejaba a un paciente y aprovechó el cambio de guardia para entrar sin ser visto. A su salida, dos militares lo detuvieron y pidieron registrar el vehículo porque “su placa no estaba anotada”.
Lo extraño es que en esta oportunidad nada impidió el acceso del taxi. De hecho, solo se nos pidió un carnet y cuando preguntamos a qué tipo de carnet se refería, el militar dio acceso rápido.

El camino hacia el Hospital

Mientras más cerca estaba el centro, más se apreciaba la figura de Chávez. Los carteles, que lo mostraban en diferentes situaciones, adornaban la avenida Bolívar con una frase más religiosa que política: “De tus manos brota agua de vida”.
Pasando por Ipostel, las columnas y paredes estaban empapeladas con la foto de Chávez y sus dos hijas que el ministro Arreaza mostraba en febrero. Ahí, una concentración “en apoyo a la recuperación del Comandante” se llevaba a cabo entre música y colchones inflables para los más pequeños. Todos vestidos de rojo, desde la tarima, un hombre repetía que es una “mentira de la derecha” que “el Comandante esté en Fuerte Tiuna”; solo pocos lo escuchaban atentos indiferentes a la comida y la música.
“¿Su carnet?”, preguntó el militar de la entrada principal. “¿Qué carnet?”, contestamos. Inmediatamente, abrieron el paso. El taxi se detuvo frente a la entrada de emergencia, justo frente a la parte externa de la cafetería, donde las personas se sentaban a comer e incluso a fumar, haciendo caso omiso de las señales que lo prohibían.
No fue extraña la presencia de Casa Militar que desde la llegada de Chávez se encuentra en el lugar. Vestidos de verde, algunos con la boína y otros sin, un grupo de ellos rodeaba a dos chicas en un intento de iniciar una conversación. Otro, se paraba delante al lado de un árbol, sin perder rastro de todo lo que pasaba a su alrededor.
Una fila de personas comenzó a aglomerarse en la puerta. Tres militares, dos hombres y una mujer, revisaban los bolsos de las personas que accedían a la cafetería. En una mesa, una mujer de la tercera edad se agarraba la cabeza, mientras su pareja trataba de consolarla.

El sargento y su esposa 

“Me duelen los huesos”, dijo la mujer. Su rostro plagado de arrugas mostraba evidente dolor, pero calmaba un poco cuando conversaba. “La cola está horrible mija. Llevo todo el día aquí y nada aún, pero al menos están atendiendo”. A su lado, un señor de unos 70 años aproximadamente, mostraba un carnet que confirmaba su presentación como un Sargento.
“Hay mucho movimiento aquí ahora, pero hace rato no había. Eso es porque el Comandante mandó a decir que no trataran a la gente como si algo estuviera pasando; que los dejaran pasar y que los atendieran”. A medida que hablaba, sus ojos avistaban a los demás que tomaban cafés en las mesas. “Yo no entiendo por qué hablan tan mal del Presidente, no sé qué les habrá hecho Chávez a ellos, pero que vengan, porque no han visto un pueblo bravo hasta que estén aquí”.
Se refería a las reiteradas veces que los estudiantes han anunciado una posible movilización al Hospital. “Al Comandante hay que dejarlo descansar. Ellos están en su derecho es verdad, pero eso lo hacen porque piensan que el pueblo es gafo porque siempre nos han visto tranquilos.¡Qué va! Ellos no saben lo que es un pueblo bravo. Cuando lleguen, aquí va a estar el pueblo”. Sus declaraciones eran avaladas por su esposa, que interrumpía la conversación para asegurar que “ellos -la oposición-, piensan que somos basura y no lo somos”. Por supuesto, el tema ya conducía a lo inevitable: la estadía del Presidente en el Hospital.
“Él debe estar aquí”, dijo el Sargento, “aunque esta sería una buena estrategia”. “¿Estrategia de qué?”, preguntamos. “Bueno, la estrategia militar para distraer, pero eso no se aplica por tanto tiempo. Para qué van a mover a tanta gente si no está aquí. Ese debe estar arriba y descansando. Pero yo sí lo quiero ver, aunque salga y asome en la ventana, no importa. Él debe estar mal escuchando tantas vainas que se dicen, pero sí, hace falta verlo”.

La llamada ala oeste

La cola que generaba la seguridad de la cafetería se movía rápido. “El bolso por favor”, lo abrimos, revisaron sin tan siquiera indagar en los demás bolsillos, y permitieron el acceso. Un militar que tenía consigo un detector de metales, lo utilizaba solo con algunos que pasaban justo a su lado; el resto seguían sin dificultad. El camino llevaba a la puerta principal, donde otros militares revisaban un poco más a fondo a las personas. Dos hombres corrieron hacia la puerta para avisar que había una pelea en un piso inferior, a lo que los militares contestaron “busquen al seguridad”.
Las escaleras llevaban a 3 pisos. El primero para cirugía, oftalmología, ginecología y neumonología, se encontraba repleto de personas que esperaban en una cola pedir un turno para poder ser atendidos. Las paredes que se veía en un principio eran blancas, ahora estaban manchadas de negro y el lugar indicado para la manguera en caso de incendio, solo tenía carteles de qué hacer si eso ocurriera.
El piso dos y tres estaban iguales. La gente sentada, esperando a ser atendidos, mientras los viejos ascensores se esforzaban por subir a muchos que iban en silla de ruedas o con muletas. Un pasillo llevaba hasta otras escaleras. Mientras muchas paredes se desconchaban, otras aún tenían papeleras con ceniceros. Algunas estaban vacías, mientras otras se desbordaban de desechos de hospital y batas de cirugía.
Las escaleras subían hasta la terraza. Una reja rota abría el camino al piso superior que daba la vista completa del Hospital. No había nadie custodiándola, ni nadie parado encima del calor intenso que desprendía el suelo. Desde ahí, se observaba el cerro que abraza a este centro de salud que hoy ocupa la agenda noticiosa del mundo.
Sin seguridad alguna por esa zona, los pasillos, algunos sin luz, llevaron a la otra parte del Hospital, una más limpia cuya entrada principal estaba custodiada por Casa Militar y otros hombres vestidos de civil, a los que los militares se les paraban firmes cuando lo veían. Los ascensores estaban custodiados, pero las escaleras no.

El piso 7

Foto: Ariana Cubillos / AP
Pocas personas subían por las escaleras que llevaban al tan nombrado piso 9 del Hospital, pero las que lo hacían, pasaban sin mayor problema. Esa parte estaba más limpia y cuidada sin duda, pero a medida que pasaban los pisos, se observaba menos gente y más silencio. El primer y segundo piso tenían incluso a pacientes esperando en las salas habilitadas. A medida que se avanzaba, el ruido disminuía y solo se veían algunos hombres con batas blancas caminando.
Un escalón detrás de otro, pudimos llegar hasta el piso 7, porque justo antes del escalón que llevaba al piso 8, había una cinta de color rojo impidiendo la entrada.
El piso estaba totalmente vacío y el silencio era absoluto. La cinta dividía un detector de metales que estaba postrado al pie de la escalera. “Uy no por aquí no”, dijo una mujer que subía y que, al ver el panorama, dio la vuelta y bajó sin dudarlo. “Dígame señorita”, dijo un hombre sumamente joven vestido de verde con la boina roja. “¿Por donde puedo subir?”, preguntamos. Sin reacción alguna, el joven militar nos explicó que para subir a los otros pisos debía ser por el ascensor, que además, tenía que ser llamado primero por los que custodiaban la zona.
En ese piso estaba la hospitalización de altos mandos, así nos lo explicaron. “Sí, ya hay poca gente”, dijeron cuando expresamos nuestra extrañeza. Solo dos guardias de Casa Militar estaban presentes, uno de ellos leyendo algunos papeles de la cartelera. Un Coronel pasó y pidió llamar al ascensor para el piso uno. Duramos aproximadamente unos 15 minutos en ese piso, sin que nadie nos pidiera desalojar.
“Si quiere, para que no se canse, baje por el ascensor”, comentó. “Pero, ¿se puede?”, preguntamos, “porque arriba está el Presidente”. Entre risas, mirando al otro militar que estaba más alejado, nos comentó que sí se podía usar dependiendo de quién era y para dónde iba “porque al 9 no pueden llegar”. El ascensor, rayado y obsoleto, se abría con un joven sentado en una silla para marcar el piso. “El uno por favor”, dijo el Coronel – o al menos así se dirigieron a él-, pero, en ese momento, el ascensor se quedó trancado.
“Eso pasa mucho aquí”, dijo el ascensorista, “ni porque está el Comandante lo arreglan”. La típica conversación sobre el clima propia de esos escenarios, se convirtió en un juego de preguntas y respuestas: “Hay poca seguridad para quien está arriba”, comentamos. Silencio. “¿Y si entra alguien?”, continuamos a lo que el Ascensorista respondió que “ya nadie entra para acá”. El Coronel, sin intervenir, interrumpía esta conversación indicándole al joven que marcara el piso 2.
El ascensor bajó abriendo sus puertas en el primer piso, que nos dirigió nuevamente al punto de partida.

El final del recorrido

Saliendo de la cafetería una construcción tapada de bolsas negras interrumpe la vista. Una mujer que se encontraba justo frente a ella, dijo lo que, a su parecer, era esa nueva edificación: “Un misterio más, como todos los que pasan aquí”. Entre risas, esta señora aseguró que se contraba en el Hospital desde hace 3 meses cuidando a un paciente. “Lo que me da es risa”, dijo haciendo referencia a la seguridad que, más que eso, definió como “inseguridad”.
“Lo único que hacen es interrumpir el paso, el Comandante no está aquí. Yo estuve de guardia el día que llegó y sí, vino, pero se fue”. Esta anécdota claro que no puede ser confirmada, pero la mujer no dudó en responder todas las interrogantes que tales palabras presentaban. “Cuando llegó todo estaba calladito, yo vi cómo organizaron todo semanas antes. Esto nunca está con tanto guardia y aún con eso los malandros se meten. Una vez que pasaste a los dos de la cafetería ¿Quién te dice que no?”.
Según dijo, en las madrugadas la gente se pasea por todos los pasillos “incluso los del ala norte que es donde estaba el Comandante”. Esta mujer que se calificó como “revolucionaria antes que Chávez”, dijo una frase que también pudimos escuchar en una conversación que mantenían una mujer y un hombre en un puesto de comida cerca de la cafetería: “Lo único que necesitamos es que se asome”.
“Él ya está bien pero no puede hablar con eso en la garganta”, mientras decía estas palabras, una señora anciana que fumaba un cigarro “con la candela pa´dentro”, sacó voz de donde no la tenía para cerrar una visita de más de dos horas que se hizo sin ningún inconveniente y que muestra las pocas barreras para poder acceder a uno de lugares que se esperaría tuviera más seguridad que el resto: “Viva Chávez”.
Por: Ana Vanessa Herrero / Departamento de Investigación / Noticias24